Palabras encadenadas

Hace algún tiempo leía uno de esos posts que me gustan de un blog al que soy asidua: Cultura Inquieta. Se titulaba algo así como «Palabras atractivas». Coincidí en algunas de ellas y al momento estaba haciendo una lista propia. A veces por su valor fonético, otras por el semántico, lo cierto es que me salió una buena cantidad. Aquí las derramo. Irán cayendo sin orden ni concierto cual chorro de agua transparente, indoloras e insaboras, algunas. Como una lluvia de plomo, otras.

Comenzamos por «efímero», que es lo bueno. Suena elegante y sabe mejor. Porque es breve. En esta misma línea, «etéreo», eso delicado que no puedes ni tocar. Porque está fuera del alcance terrenal. «Mondo» porque está desnudo y rima con lirondo. «Infinito» porque es más allá. «Efervescente» porque se escapa en forma de burbuja y pica. «Serpentina» porque sesea y además se va de fiesta. «Rugoso» porque la arruga es bella y parece que se palpa.

«Ojala» porque siempre es positiva y le pone el femenino al ojal. «Resiliencia» por lo difícil que es decirla y la superación que implica vivirla. La «elocuencia» por lo que persuade y distingue su arte de. «Inconmensurable» por lo grande que es solo decirlo. «Desenlace» porque todo lo que empieza acaba, y menos mal. «Chisporrotear» porque se parece a chistorra y se escapan las chispas. «Vehemente» porque son mentes ardientes que disparan flechas de pasión. Y «superfluo» porque lo decía mi padre y siempre está de más, por qué no.

De cómo me hice grande leyendo

Recuerdo cómo en el colegio nos obligaban cada viernes a escoger de aquella pequeña biblioteca, al menos, un libro. Y recuerdo cómo aquellas maestras de EGB nos repetían una y otra vez la serenata de que «la mejor manera de no tener faltas de ortografía es leer y leer». Cómo nos machacaban con la lectura comprensiva, la lectura en voz alta mientras los compañeros escuchaban y con la entonación que había que darle a cada signo de puntuación. Sigue leyendo

Sostenibilidad para ser saludables

El verano se pasó entre olivos, como tantos otros. Después de los aires del levante gaditano me dejé caer en el tórrido terruño de la dehesa extremeña. La fuente del oro líquido ha estado ligada a mi vida desde antes de que yo naciera. Las raíces de este árbol achaparrado y longevo son las mías. Regadas bajo el duro sol de Extremadura. Crecí entre olivos viendo caer su preciado fruto. Y con el tiempo, aquel fruto moría en la propia tierra, yerma de manos para cuidarla.

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Me gusta, no me gusta

Este post podría empezar con aquella frase adolescente que decía: me quiere, no me quiere, y a continuación deshojabas la margarita para descubrir si te quería o no tu enamorado. En esta ocasión puede que influya el azar, o quizá no; supongo que los gustos son procedentes de la genética, de la educación, o de la socialización que hemos vivido individualmente y que nos ha convertido en lo que somos, nosotros mismos. Sigue leyendo

Más años, más

En la última nochevieja me salió un desafortunado ¡Feliz mil novecientos….! y ahí me quedé. Con la boca abierta y perpleja. Pensando que el último cuarto de siglo pasado fue mi vida anterior, la que recuerdo como si fuese otra. Niñez, adolescencia y juventud resumidas en felicidad absoluta. Toda en una.

Eché la vista atrás y me encontré con esa niña rubia y delgada que hacía ballet y que disfrutaba yendo al colegio. Con esos amigos de la infancia que aún recuerdo con nombres y apellidos. Y que están presentes en todas mis evocaciones de aquellas clases con Josefina, Paloma o Peter. Me encontré en aquel patio de columpios -enorme- ante aquellos pequeños ojos. En ese universo que fue mi mundo y que quedó congelado en imágenes.

Me descubrí -en un pequeño salto- pasando al instituto. Nuevas amistades y nuevo horizonte. Cuatro años que parecieron durar más que los últimos diez. Descubrimientos, viajes, fiestas, risas… Pura diversión. Y literatura por encima de todo. Años de leer y leer y de hallar virtudes y creer en ellas.

Nuevo ciclo. La Universidad. Ilusión. Y más risas. Y más nuevos amigos. Y sumando. Y creyendo más en mí. En las posibilidades que brindaba el futuro. En todo lo que quedaba por venir. Esperanza, deseos y sueños prometedores. Después de eso veo un salto. Al abismo y sin red. Pero con mucho impulso.

Y llegó el siglo XXI. Lejos también queda. Vida y más vida en los primeros diez años. Y más sueños y proyecciones. Muchos más. Nueva andadura. Menos ligera de equipaje pero feliz. Mucho futuro. Avanzando lentamente pero segura. Madurez. Ahí llegó, creo yo. Enseñándome a aprender de las nuevas experiencias.

Después de eso, el tiempo se detiene. Mi memoria durante los últimos años me devuelve una película muda que recuerdo a trompicones y que resumen otra estadía. Como estanca. Difusa. No hay fechas tan exactas. Evoluciona constantemente, por segundos, diría yo. Y pasa. Sin apenas poder pisar el freno. Pero intentando frenar con cada decepción y con cada ilusión. La sensación es vértigo ¡Detente! Me digo.

 

Revivir la Navidad

La Navidad era despertarse por el soniquete del transistor cuya cantinela siempre acababa en pesetas. Más bien en mil peseeeeeetas. Te ponías la bata -sí, esa prenda en desuso- y deambulabas por la casa con la felicidad de saber que tenías dos semanas por delante de vacaciones. Mientras, mi madre trajinaba -como casi siempre- en la cocina. Era la presencia necesaria -a la par que invisible- para los demás.

Mi padre volvía de la compra con las viandas típicas de estas fiestas. Y después miraba si le había tocado la lotería. Y a continuación siempre decía lo mismo: hoy es el día de la salud. Después de soltar unos cuantos improperios, eso sí, por haberse gastado tanto dinero ese año para nada. Y su última frase era: el año que viene solo compro un décimo, porque si te está de tocar, te toca.

Cuando se le pasaba el sofoco decía, vámonos a la Plaza Mayor a dar un garbeo que te invito a un bocata de calamares. Y allá que íbamos. Primero a los puestos, a comprar su cotillón y alguna que otra pandereta. Eso le encantaba. Para cantar villancicos el día de Nochebuena. Sus interminables canciones encadenadas quedaron como herencia en nuestras memorias. Y luego el prometido bocata. En su mítico bar.

Acumulo golpes de escenas cotidianas de navidades trasnochadas. De cuando venían los Reyes Magos, aquellos Reyes más humildes que los de hoy, en los que siempre caía algo que hiciera falta, que era el leit motiv de mi padre. Además de algún que otro juego que no habías pedido y que no sabías por qué lo habían elegido. Eran unos reyes austeros, pero se esperaban con mucha ilusión.

Los polvorones y el turrón de almendra eran los postres favoritos de mi padre durante veinte días. Aunque en los últimos años fuesen una carrera de obstáculos para sus desgastados dientes, no se resistía. Tampoco hacías ascos a los frutos secos, sobre todo, a la boda, su preferida combinación entre el higo y la nuez. Lo bueno de los recuerdos es que vuelves a vivir el pasado. De alguna manera, revives a quien quieres.

 

 

 

El tren de la vida

La mujer rubia relataba entusiasmada cómo había sido su primer día trabajando en El Corte Inglés. La joven de la mochila le contaba a su tía que el curso se lo estaba pagando su padre. Que ella con la beca no tenía ni para vivir pero que estaba contenta. El hombre de la corbata ultimaba detalles de agenda con un compañero de trabajo.

En la siguiente parada entraron un grupo de adolescentes. Debatían sobre sus nuevos profesores y se burlaban de una compañera que había caído en gracia el primer día. Qué mala suerte -dijeron- que nos haya tocado. A su lado, unos trabajadores de las obras esperaban en silencio a llegar a su destino. Sin más. Ese era su objetivo.

Aquel día decidí coger el metro y observar. Escuchar también, por qué no. A fin de cuentas eran vidas anónimas y yo no tenía nada qué leer. Me resistía a recurrir al móvil. Así que dejé que las conversaciones se cruzaran por encima de mi cabeza. Y que sobrevolaran ese aire denso cargado de humanidad.

Mi reflexión, al bajarme, fue que extraña. Me vi a mí misma como una figurante dentro una película titulada «El tren de la vida». Me vi muda. Solo servía para hacer bulto en ese movimiento constante e impersonal. Me vi en tercera persona, como si el narrador omnipresente contara esas historias que había tomado como propias durante unos minutos.

Era un personaje más sin voz. Pero, entonces ¿quiénes eran los demás? Personajes -también- de una película que nos estaban contando. Que es la vida. Y que creemos que es la verdadera, pero que se nos escapa en cosas nimias. Que nos arrastra sin ser conscientes de que nosotros somos los protagonistas de algo tan único como nuestra propia vida ¿se darían, los demás, cuenta de lo mismo?

La culpa -siempre- femenina

La culpa. Siempre la culpa. Esa imputación como consecuencia de una conducta no ejemplar. La amiga inseparable de las mujeres. Que nos convierte en responsables. Hagamos lo que hagamos. Detiene nuestra libertad. Nos hace inferiores. Y nos hunde en el pecado.

Un pecado tradicionalmente femenino cuya salvación precisa de absoluciones sociales y públicas. Para ello, ¿es necesario que hagamos un decálogo de buenas intenciones? ¿hemos de dar explicaciones de todos nuestros comportamientos? Pareciera que tuviéramos que rendir cuentas ante tribunales inquisitoriales. Aún existen. Doy fe.

No busquemos el origen del delito en nuestro sexo. Desprendámonos de complejos. De falsas omisiones. Que no perturben nuestras ideas, emociones o acciones. La culpa no es real. Es adquirida. Nos la han impregnado a fuego, pero no está en nuestro ADN. Desterremos falsos mitos. Digámosle adiós.

Y miremos hacia el patriarcado. Igual tiene algo que asumir. O más bien hechos que atribuirse. Porque en los juicios se juzgan «hechos» no conductas. Pongamos, de una vez, el acento en la agresión y sus ejecutores, en esa «manada» de animales. No en las víctimas. Que, casualmente, comparten -casi siempre- el género.

 

Quiero presente y despacito

Pues ya estamos aquí otra vez. Septiembre. Nuevo curso. Nuevo año ¿por qué los calendarios comienzan en enero? Enero no es más que la continuidad de lo que empieza ahora. Releo ahora mis propósitos del septiembre pasado y me digo ¡pero si esto lo escribí ayer! La vida que va que se las pela (expresión muy mía que le encanta a mi santo -como diría Elvira Lindo-).

Hasta hace no mucho siempre iba en quinta marcha sin mirar atrás, ni para coger aliento. Pero llevo algún tiempo que freno a menudo. Y me paro de golpe. Los veranos me sirven para eso. Para reflexionar y saborear cada momento. Para ser consciente de que la vida es un regalo. Que está pasando ahora. Y que no hay más que el presente, que no es poco. Me ha costado descubrirlo pero ahora lo disfruto mucho más.

En ese presente me miro en el espejo desde lejos. Porque desde hace tiempo -también- me gusta cada vez menos. Ahora prefiero observarme hacia dentro porque ¿para qué engañarnos? Lo de fuera se va arrugando o cayendo o agrandando. Y la verdad que -ante estas puñeteras adversidades- prefiero mirar hacia otro lado. Además de que el espejo solo me devuelve imágenes en forma de reproches me insta a cuidarme de lo lindo. Y me da pereza, lo reconozco. Al menos morena me veo favorecida, lo que durará un par de semanas.

En mi presente observo que mi retoños son cada vez más largos, que ocupan gran parte de sus camas, que les crece la nariz, les cambia el cuerpo y que mi chiquitina ya puede compartir conmigo los zapatos. Veo que les achucho y no sé por cuánto tiempo -creo que aún puedo hacerlo en público sin que me quieran asesinar con la mirada-. Y que les queda muy poco de tierna infancia. De esa ingenuidad que les brinda el misterioso ratón Pérez. Y me da muuuuucha pena. Sus cortas vidas han llegado hasta aquí en un suspiro.

Pues eso, que a pesar de que sea septiembre el mes de mirar hacia el futuro, no quiero ver más allá del ahora. A ver si esta vez se me pasa el curso más despacito, como dice la cansina canción del verano. Mi deseo para el nuevo curso es que el tiempo discurra a cámara lenta. Que no quiero rebobinar para redisfrutar, que quiero darle al play y ya.

Un año más, por la igualdad

Un año más, Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Como siempre, deseos de alcanzar la igualdad real. ¿Deseos? Una -que no es muy optimista- los ve como ideales, como objetivos susceptibles de ser alcanzables. Como esa luz que intentas tocar y solo rozas con los dedos. Cansada de tanto saltar sin asir. Pero con fuerza. Porque es mi leit motiv.

Veía la otra noche un programa televisivo dirigido por Ana Pastor sobre este inagotable tema de actualidad, sobre todo, esta semana del año. Preguntaban a los comunes mortales qué era el feminismo. No me sorprendió que muchos dijeran «lo contrario del machismo». Un número no despreciable de mujeres también lo definieron así, argumentando que «no lo eran». Ufff…. pensé. Qué lejos. Algunas buscamos la luz. Para otras, la igualdad está a años luz. Claro ejemplo de lo que nos queda por conseguir.

Entiendo yo por igualdad, no sólo el reconocimiento expreso de los derechos -recogidos en nuestra Constitución, obviamente- sino el ejercicio de facto de los mismos. Hablo de desarrollar tu carrera profesional sin renuncias. Hablo de compartir responsabilidades de los hijos. Hablo de conciliar la vida laboral y la personal hombres y mujeres. Hablo de la brecha salarial que nos deja en clara desventaja. Hablo de feminismo. Claro que sí. Porque hay que llamar a las cosas por su nombre. Que no nos dé miedo.

Muy lejos quedan las luchas de las republicanas por la consecución del sufragio femenino, que significó un gran paso en el avance por la equiparación de derechos entre ambos sexos o el acceso de la mujer al mundo laboral. Aquellas mujeres buscaban emanciparse económicamente, fundamentalmente, y, en otro orden, transgredir la esfera de lo privado y acceder al espacio público. Y lo consiguieron.

Pero ese gran paso para el feminismo español se volvió en nuestra contra. Nos han contado un cuento chino sobre la incorporación de la mujer al mundo del trabajo. Esto fue un hito histórico. Pero el hecho real fue que, además, nunca abandonó su casa. O lo que es lo mismo: nos multiplicamos. Hubo un tiempo en que se nos llamó superwoman. Por «llegar a todo». Por ser «reconocidas, como un hombre».

No nos lo hemos creído. No somos necias. Queremos «llegar» sin ser juzgadas en el plano personal. Sin renuncias ni sentimientos de culpa. La pretensión no es superar al hombre. Es ponernos a su lado y formar equipo. Es compartir responsabilidades. Es lo justo. Ni más, ni menos. Yo creo que la luz está ahí. Lejos, pero es tangible. Seguiré siendo feminista si eso implica luchar por ser igual o, al menos, para que mis hijos lleguen a disfrutarla, de verdad.